Según me cuenta mi madre, empecé a andar a los diez meses de edad cuando estaba sentado al lado de mi carrito de bebé. Me agarré fuertemente de él, me puse de pie de un tirón, y empecé a dar espontanemente mis primeros pasos. Al instante, ella se ubicó delante de mí —como a un metro de distancia—, y lentamente conseguí llegar hasta sus brazos. Seguro que aquello resultó muy enternecedor para ella, de hecho, me confesó que cada detalle permanece indeleble en su memoria hasta hoy.
Está claro que me lancé a caminar por mí mismo, no obstante, durante la práctica recibí la inestimable ayuda de mis padres. Su apoyo me permitió ganar fuerza, habilidad, equilibrio, y una postura adecuada. No pude caminar correctamente hasta que mis piernas estuvieron firmes, y la musculatura de mi espalda completamente fortalecida. Hoy en día, mientras contemplo la fotografía de mi padre sujetando mis pequeñas manos, puedo imaginar la seguridad que me otorgaron sus fuertes brazos. Estoy seguro que gracias a ello aprendí a caminar en tan solo diez meses.
Hoy decido empezar a escribir. Porque es una forma de expresar exactamente las cosas que tengo que decir. Porque es la manera de que perduren en el tiempo mis pensamientos y vivencias. Porque existen momentos que sólo se pueden observar con las palabras. Decido empezar a escribir sobre todo lo que creo, lo que leo, lo que siento y no quiero ni puedo olvidar. No es políticamente correcto, pero mentiría si no digo que veo como algo escencial recibir la ayuda de Dios en cada instante de la vida. Personalmente, estoy convencido de que su providencia guía mis pasos y su amor abraza toda mi existencia. Por ello, hoy decido dar mi primer paso confiando en la seguridad que me brindan sus brazos: «Sustenta mis pasos en tus caminos, Para que mis pies no resbalen.» (Sal 17.5).
Sin más, concluyo este ensayo introductorio invitando al amable lector a que se sumerja en la lectura de los próximos ensayos. Si éstos arrojan alguna luz a su vida, me daré por más que satisfecho.